La siguiente es la nota publicada en "El Gráfico" dos días después: "Hay instantes donde los equipos que se abandonan a sus destinos, que se entregan al genio de algunos hombres o perecen, como siguiendo una ley misteriosa que les ordena trascender o destruirse. Así le ocurrió a Peñarol. Las oleadas de atacantes ingleses iban a sucumbir ante el sólido peñón aurinegro, comandado por el glacial coraje de Gustavo Fernández, y la resistencia de Saralegui, Bossio, Olivera y Gutiérrez.
Y el ataque de Peñarol, mutilado en el deambular ineficaz de Morena, parecía depender de otro acierto personal, como aquel tiro libre de Jair ante Flamengo en Maracaná. Aston Villa tiene en su médula el fútbol inglés de siempre. La lucha como emblema, la carrera como axioma, el juego aéreo como síntesis ideal y el pase de líneas rectas, como si se movieran siguiendo los dictados de la geometría de Euclides. En la cancha prevalecía ese estilo, ante la espera de Peñarol que naufragaba en la otra mitad del planteo, porque adelante nadie era capaz de retener la pelota. El corpulento Peter White parecía convencido de que también podía definir la Copa Intercontinental, como ganó la Europea ante el Bayern Munchen en mayo. Fuerte, fortísimo, se elevaba y desde allá arriba, donde llegaba siempre solo, bajaba la pelota que afortunadamente para Peñarol nadie recogía. Rotó por todos lados, tocó, forcejeó, anularlo era el problema aurinegro.
A los tres minutos, Cowans reventó un pelotazo en el poste cuando la estirada de Gustavo Fernández no alcanzaba. Y recién a los diecisiete minutos aparecía Morena maniobrando en el área chica y rematando débil de derecha. Pero cuando el partido se balanceaba en ese entregarse al destino de los equipos, apareció Juan Vicente Morales cortando un pase de White a Morley, un diestro que se mueve en general por la izquierda y salió jugando lentamente, apelando a quién sabe qué ancestral señorío de algún campito perdido en su infancia futbolera. Pasó de largo Shaw, levantó la cabeza y cortó para Jair. El brasileño la pasó por encima de Mortimer. Allí apareció un Peñarol comenzando a trascender alejándose de la destrucción que le arrastraba el dejarse llevar en esa competencia que imponía el Aston Villa: una lucha física. Entonces el asombro de los japoneses que explotaban con los larguísimos saques voleados de Rimmer o la fuerza inglesa en todo el campo, cambió de tono. En vez de asombrarse por la exhibición, comenzó a cautivarse por la sutil elegancia de Jair, el toque preciso de Morales, el esquivo imprevisible de Walkir Silva.
Entre ellos empezaron a ponalter las cosas en su sitio y desde allí arrancó el sensacional triunfo aurinegro, porque todo se centraba en establecer claramente las diferencias. De un lado, el fútbol de las Islas, que se empecina otra vez en marchar contra la historia al no adaptarse al ritmo de los tiempos y sus cambios, como si en sus vestuarios se oyeran todavía los himnos con que Rudyard Kipling cantaba las glorias del Imperio. Había oído maravillas de Mortimer, de Shaw, pero sólo son magos entre sus pares.
Del otro lado, el ingenio latino, que es capaz de oponerse a la velocidad y al espíritu de reacción. Por ejemplo, la habilidad aún inexperta de Walkir Silva, que llegó hace cinco meses desde Rivera y ni siquiera soporta un entrenamiento porque jamás lo conoció, pero que puede volverse inalcanzable para los adversarios. Así se balanceaba el partido cuando a los 27 minutos Ken McNaught empujó a Morena siete metros del área, de frente al arco de Rimmer. Jair, que ya dominaba buena parte del partido, le pegó por encima de la barrera. Allá fue Rimmer, la manoteó, dio en el poste, se elevó y giró hacia el medio del arco, por el efecto que llevaba al picar y traspuso la línea antes de que legara la zurda de Morena. Si algo faltaba era ese toque de subyugante precisión, que apartó al partido del fragor de un combate medieval y lo llevó a donde quería Peñarol: a jugarse en el terreno dispar de las habilidades. El público reaccionó ante el impacto del gol. La victoria y la derrota hasta ese instante, rayos de una misma luz, se apartaron para siempre. Saralegui, Bossio, Olivera y Gutiérrez se erigieron en columnas que evitaban llegar a pelotas comprometidas a Gustavo Fernández, que apenas bajó algunos centros como para decir quién era el arquero.
Se fue el primer tiempo. Regresaron, y monótono, monocorde, impasible, vayan como vayan las cosas, el Aston Villa seguía lanzando sus oleadas ofensivas y regresando vencido.alt
A Peñarol le faltaba quien adelante fuera capaz de seguir lo que dictaban Morales y Jair. Apareció entonces el estilo imprevisible de Walkir Silva, y esa maquiavélica elegancia de Venancio Ramos, que retrocedió hasta el Mundialito, para reencontrarse con aquel fútbol. A partir de ahí, los diez minutos del segundo tiempo, en Peñarol recién coincidieron las aptitudes con las funciones. Los que desarmaban atrás, los que hacían en el medio, los que ridiculizaban a los rivales sin proponerse ridiculizar en las puntas.
Ramos llegó con la pelota en sus pies y pareció haber asestado ese toque de malicia que termina en una sonrisa. Silva arrancaba sin saber él mismo dónde podía terminar, y en un arranque así, terminó el partido. Iban 67 minutos cuando recibió de Ramos entre Williams y Evans, arrancó derecho al arco con esa "insensata ingenuidad" que trae bien de adentro y lo lleva a desafiar a los guardias de Su Majestad, aguantó el desesperado foul de Mc Naught y remató sobre la salida de Rimmer, rebotó en la recarga, se halló con la pelota, el arco libre y un partido del tamaño del mundo definido...Siguió la más dramática parte del encuentro. Los ingleses, inclaudicables en su carencia de imaginación, siguieron imperturbables atacando como al comienzo. Peñarol supo que estaba en los umbrales de la gloria y acomodó las cosas de tal modo que hizo del estadio un gran escenario para lo que estaban ofreciendo.
Silva perdió un tercer tanto en el que nadie reparó. Un Peñarol seguro en su destino de campeón quiso ofrendar al ambiente de teatro que son los partidos en Tokio, su parte de festival. Aportó los pasos sencillos y nostálgicos de los tangos, tan cerca y tan lejos del pueblo japonés. Su fútbol se hizo intimista, sereno, cadencioso. Hasta los hombres más "opacos" emitieron sus fulgores.
Y ese pueblo que está en nuestras antípodas, en mil sentidos, que escribe y lee de derecha a izquierda y de arriba a abajo, que se saca los zapatos y no el sombrero a la entrada de las casas, donde las mujeres se apartan y reverencian a los hombres, entendió el mensaje final.Hacer las cosas estériles y complicadas fue la vulgaridad del Aston Villa; convertirlas en fáciles fue la lección del Campeón del Mundo."
Y el ataque de Peñarol, mutilado en el deambular ineficaz de Morena, parecía depender de otro acierto personal, como aquel tiro libre de Jair ante Flamengo en Maracaná. Aston Villa tiene en su médula el fútbol inglés de siempre. La lucha como emblema, la carrera como axioma, el juego aéreo como síntesis ideal y el pase de líneas rectas, como si se movieran siguiendo los dictados de la geometría de Euclides. En la cancha prevalecía ese estilo, ante la espera de Peñarol que naufragaba en la otra mitad del planteo, porque adelante nadie era capaz de retener la pelota. El corpulento Peter White parecía convencido de que también podía definir la Copa Intercontinental, como ganó la Europea ante el Bayern Munchen en mayo. Fuerte, fortísimo, se elevaba y desde allá arriba, donde llegaba siempre solo, bajaba la pelota que afortunadamente para Peñarol nadie recogía. Rotó por todos lados, tocó, forcejeó, anularlo era el problema aurinegro.
A los tres minutos, Cowans reventó un pelotazo en el poste cuando la estirada de Gustavo Fernández no alcanzaba. Y recién a los diecisiete minutos aparecía Morena maniobrando en el área chica y rematando débil de derecha. Pero cuando el partido se balanceaba en ese entregarse al destino de los equipos, apareció Juan Vicente Morales cortando un pase de White a Morley, un diestro que se mueve en general por la izquierda y salió jugando lentamente, apelando a quién sabe qué ancestral señorío de algún campito perdido en su infancia futbolera. Pasó de largo Shaw, levantó la cabeza y cortó para Jair. El brasileño la pasó por encima de Mortimer. Allí apareció un Peñarol comenzando a trascender alejándose de la destrucción que le arrastraba el dejarse llevar en esa competencia que imponía el Aston Villa: una lucha física. Entonces el asombro de los japoneses que explotaban con los larguísimos saques voleados de Rimmer o la fuerza inglesa en todo el campo, cambió de tono. En vez de asombrarse por la exhibición, comenzó a cautivarse por la sutil elegancia de Jair, el toque preciso de Morales, el esquivo imprevisible de Walkir Silva.
Entre ellos empezaron a ponalter las cosas en su sitio y desde allí arrancó el sensacional triunfo aurinegro, porque todo se centraba en establecer claramente las diferencias. De un lado, el fútbol de las Islas, que se empecina otra vez en marchar contra la historia al no adaptarse al ritmo de los tiempos y sus cambios, como si en sus vestuarios se oyeran todavía los himnos con que Rudyard Kipling cantaba las glorias del Imperio. Había oído maravillas de Mortimer, de Shaw, pero sólo son magos entre sus pares.
Del otro lado, el ingenio latino, que es capaz de oponerse a la velocidad y al espíritu de reacción. Por ejemplo, la habilidad aún inexperta de Walkir Silva, que llegó hace cinco meses desde Rivera y ni siquiera soporta un entrenamiento porque jamás lo conoció, pero que puede volverse inalcanzable para los adversarios. Así se balanceaba el partido cuando a los 27 minutos Ken McNaught empujó a Morena siete metros del área, de frente al arco de Rimmer. Jair, que ya dominaba buena parte del partido, le pegó por encima de la barrera. Allá fue Rimmer, la manoteó, dio en el poste, se elevó y giró hacia el medio del arco, por el efecto que llevaba al picar y traspuso la línea antes de que legara la zurda de Morena. Si algo faltaba era ese toque de subyugante precisión, que apartó al partido del fragor de un combate medieval y lo llevó a donde quería Peñarol: a jugarse en el terreno dispar de las habilidades. El público reaccionó ante el impacto del gol. La victoria y la derrota hasta ese instante, rayos de una misma luz, se apartaron para siempre. Saralegui, Bossio, Olivera y Gutiérrez se erigieron en columnas que evitaban llegar a pelotas comprometidas a Gustavo Fernández, que apenas bajó algunos centros como para decir quién era el arquero.
Se fue el primer tiempo. Regresaron, y monótono, monocorde, impasible, vayan como vayan las cosas, el Aston Villa seguía lanzando sus oleadas ofensivas y regresando vencido.alt
A Peñarol le faltaba quien adelante fuera capaz de seguir lo que dictaban Morales y Jair. Apareció entonces el estilo imprevisible de Walkir Silva, y esa maquiavélica elegancia de Venancio Ramos, que retrocedió hasta el Mundialito, para reencontrarse con aquel fútbol. A partir de ahí, los diez minutos del segundo tiempo, en Peñarol recién coincidieron las aptitudes con las funciones. Los que desarmaban atrás, los que hacían en el medio, los que ridiculizaban a los rivales sin proponerse ridiculizar en las puntas.
Ramos llegó con la pelota en sus pies y pareció haber asestado ese toque de malicia que termina en una sonrisa. Silva arrancaba sin saber él mismo dónde podía terminar, y en un arranque así, terminó el partido. Iban 67 minutos cuando recibió de Ramos entre Williams y Evans, arrancó derecho al arco con esa "insensata ingenuidad" que trae bien de adentro y lo lleva a desafiar a los guardias de Su Majestad, aguantó el desesperado foul de Mc Naught y remató sobre la salida de Rimmer, rebotó en la recarga, se halló con la pelota, el arco libre y un partido del tamaño del mundo definido...Siguió la más dramática parte del encuentro. Los ingleses, inclaudicables en su carencia de imaginación, siguieron imperturbables atacando como al comienzo. Peñarol supo que estaba en los umbrales de la gloria y acomodó las cosas de tal modo que hizo del estadio un gran escenario para lo que estaban ofreciendo.
Silva perdió un tercer tanto en el que nadie reparó. Un Peñarol seguro en su destino de campeón quiso ofrendar al ambiente de teatro que son los partidos en Tokio, su parte de festival. Aportó los pasos sencillos y nostálgicos de los tangos, tan cerca y tan lejos del pueblo japonés. Su fútbol se hizo intimista, sereno, cadencioso. Hasta los hombres más "opacos" emitieron sus fulgores.
Y ese pueblo que está en nuestras antípodas, en mil sentidos, que escribe y lee de derecha a izquierda y de arriba a abajo, que se saca los zapatos y no el sombrero a la entrada de las casas, donde las mujeres se apartan y reverencian a los hombres, entendió el mensaje final.Hacer las cosas estériles y complicadas fue la vulgaridad del Aston Villa; convertirlas en fáciles fue la lección del Campeón del Mundo."
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